domingo, 16 de diciembre de 2012

ORLANDO (II)


"Sin embargo, no tardó en advertir que las batallas por Sr. Miles y los otros para ganar un reino contra caballeros con armadura, eran menos arduas que la emprendida por él ahora para ganar la inmortalidad contra la lengua inglesa. El lector que haya intimado con las severidades del trabajo de redactar no necesitará pormenores: cómo escribió y le parecio bueno; releyó y le pareció vil: corrigió y rompió; omitió; agregó, conoció el éxtasis, la desesperación; tuvo sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapó ideas y las perdió; vio su libro concluido y se le borró; personificó sus héroes mientras comía, los declamó al salir a caminar; rió y lloró; vaciló entre uno y otro estilo; prefirió a veces el heroico y pomposo, otras el directo y sencillo; otras los valles del Tempe; otras los campos de Kent o de Cornwall; y no llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra."
Virginia Woolf. Orlando.

martes, 4 de diciembre de 2012

ORLANDO



"Un apuesto caballero como él, decían, no necesitaba libros.  Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de ese otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso ya es bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera —pues a fin de cuentas no tiene mucho que perder—, el trance de un hombre rico que tiene casas y ganado, doncellas, burros y ropa blanca, y sin embargo escribe libros, es penoso en extremo. Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes: lo roen los gusanos. Daría el último centavo (¡tan virulento es ese mal!) por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarse el tesoro de una frase bien hecha. Se enferma, cae en una consunción, se vuela los sesos, vuelve su cara a la pared. No importa en qué actitud lo encuentran. Ha atravesado las puertas de la Muerte y ha conocido las llamas del Infierno."

Orlando. Virginia Woolf. (Traducción de J Luis Borges).

martes, 11 de septiembre de 2012

ARTESANÍA


Es casi un tópico la distinción entre arte y artesanía, referida a la literatura culta y a la literatura popular. Hay muchos tópicos, no descubro nada nuevo, con respecto a ambas. Tantos que entrar a desentrañarlos resulta una misión imposible. Además, los tópicos, los lugares comunes tan denostados en los territorios de la creatividad, poseen una valiosa función didáctica. Es la vertiente práctica de ver el vaso medio lleno. 

Internet a veces te da sorpresas. Una muy agradable es la que a continuación voy a enlazar: un diálogo, a mi entender muy interesante, entre Sergio Vila-Sanjuán y Arturo Pérez-Reverte que merece la pena escuchar. Por muchas razones: porque suele ser motivador conocer cómo desempeñan su oficio los distintos escritores; porque es ameno; porque es posible que sea una impresión mía, pero en los círculos nobles de la literatura se actúa como si la literatura popular no existiera, o como si fuera el enemigo: como si no debiera existir. Encuentro que esta conversación es esclarecedora en este sentido: las fronteras son sutiles, el tiempo tiene mucho que decir con respecto al canon. Y me permito hacer un apunte: aquéllos que más critican las novelas de entretenimiento, (a las que también llamaremos Best-sellers, vendan mucho o poco) suelen haber leído muchas sin darse cuenta de ello, o no haber leído ninguna y permitirse criticar. Supongo que la palabra clave es calidad. Pero no me enrollo. Tiempo habrá.

 

domingo, 19 de agosto de 2012

ESCRIBIR UNA NOVELA I

                                          La foto es de aquí.

Escribir una novela es un trabajo hacia dentro, hacia los estratos más profundos. Durante mucho tiempo no hay nada que enseñar, y prácticamente nada de qué hablar, porque suele suceder que cuando martirizamos a algún amigo amable y le contamos de qué estamos escribiendo, lo enunciamos en voz alta, el argumento nos suena ridículo, absurdo, vacío. Cuatro hojas y un tallo raquítico que no parecen valer nada. El verdadero trabajo es hacia lo hondo, sin testigos. Solos en casa, escribiendo. O con los ojos mudos observando el mundo y tomando notas, dejando que cale la gente, la vida en las capas más profundas, bajo nuestra permeable epidermis de escritores.
Las novelas crecen hacia dentro y no deben salir hacia la luz hasta que estén listas. Mientras tanto, paciencia, trabajo, tierra, agua, soledad, silencio.

lunes, 25 de junio de 2012

CAMINO DE IDA


MIRCEA ELIADE
El burdel de las gitanas. Ed Siruela.
 Ojito: contiene spoilers

 Leí a Eliade hace muchos, muchos años y recuerdo que me gustó, y nada más. Este año me volví a encontrar con él.
De la vida de Eliade muchos hablan con reticencia incluso con hostilidad; se oyen palabras feas como antisemitismo, ultraderecha, etc. Yo no me meteré en esos jardines. Solo me dejo sorprender por su prosa de ficción, exacta y precisa, cargada de matices. Flexible, a pesar de su rigor; al menos lo suficiente como para dejarnos instalados en el misterio (El secreto del doctor Honigberger) o como para hacernos saborear la amargura de quien echa la vista atrás cuando ya no hay remedio y descubre, sin descubrirlo, que se ha equivocado en casi todo.

La temática de fondo y la ceguera primordial del protagonista son puntos comunes entre El burdel de las gitanas y Los restos del día, en la entrada anterior. Siempre hablamos de lo mismo, o escribimos de lo mismo, dicen algunos.
Cuando la vida llega a su final y nos vemos dotados de repente con esa clarividencia que no es tal, sino que solo es perspectiva, y descubrimos que nos hemos equivocado, que erramos el camino... ¿qué hacer?
¿Qué se hace cuando no hay marcha atrás?
¿Hay marcha atrás alguna vez en la vida?
Pero me estoy yendo por las ramas y yo he venido aquí a hablar de mi libro, de El burdel de las gitanas.
Recordar el pasado disfrutado, las tentaciones en las que caímos, las que dejamos pasar, las oportunidades; sumergirse a ciegas en los recovecos de la memoria debe de ser muy parecido a ese paseo por el interior caótico y sensual del burdel de las gitanas. Un lugar donde el tiempo no es lo que pensamos. O donde acudimos sin remedio cuando el tiempo deja de ser lo que pensamos: minutos, hilo conductor, sustrato de los días.
Es decir, cuando estamos muertos.
Eliade lo cuenta muy bien. Un día nos morimos y seguimos yendo en el mismo tranvía de todos los días. Quizá ni nos demos cuenta. Hablamos de lo mismo, trabajamos, observamos los mismos paisajes a través de las ventanillas, o incluso constatamos algún cambio, árboles que de repente dan sombra.
Ese tranvía recorre nuestra vida de cabo a rabo y parece obligado a conducirnos al burdel. Allí tenemos que responder al acertijo. Siempre hay un acertijo. Y muchas veces, erramos la respuesta, como en todo lo demás. Por indecisión, por error de percepción. Como Gavrilescu, que es profesor de piano, pero que repite demasiadas veces que él es un artista, como para que lo creamos. Porque suele suceder que lo que más repetimos es lo que menos somos y lo que más queremos ser. Y Eliade lo sabe. Y se las apaña para que nosotros, los incómodos lectores, lo sepamos, pero no Gavrilescu. Bastante tiene el pobre hombre con combatir al calor, al sol martillo que nubla su consciencia, que le obliga a desnudarse para soportarlo. Porque ha perdido su sombrero y ya no puede abanicarse.
Gavrilescu recuerda, pero no sabe. No sabe que se equivocó, que no da una a derechas. Por no saber no sabe ni que ha muerto. O quizá es que no ha muerto: Eliade es generoso, y nos deja que nosotros decidamos. A pesar de que cambie ese tranvía por un carruaje negro, con penachos negros y caballos entrenados, y un cochero comprensivo y afable que se muestra dispuesto a conducirnos al bosque, al locus amoenus donde quedarnos. Ya sin tiempo. Ya sin nada que temer.

miércoles, 9 de mayo de 2012

LOS RESTOS DEL DÍA. El narrador poco fiable


LOS RESTOS DEL DÍA. Kazuo Ishiguro
Editorial Compactos Anagrama. (Barcelona, 1989) Trad. Ángel Luis Hernández Francés. 
 


Casi todos entregamos los días de nuestras vidas a algún empeño. Muchas veces de manera obsesiva, con una suerte de anteojeras puestas para que la ingente variedad de cosas maravillosas que el mundo ofrece no nos distraiga de lo que creemos que da sentido a nuestra vida: Esa pequeña o gran parcela que queremos cultivar, convertir en algo brillante; en la que ocupamos nuestro tiempo y que nos hace percibir nuestro propio valor.
De eso habla Los restos del día. De qué sucede cuando nos empeñamos en un camino y todo resulta un terrible error. Un empeño baldío. Cuando renunciamos a ver las oportunidades que se nos presentan, por fidelidad a nuestro plan, con todo nuestro corazón, y por miedo, por inseguridad, por lo que sea, renunciamos a escuchar.
Stevens, como lord Darlington, llenos de importancia de sí mismos, para lo que quizá les hayan educado,  dedican sus vidas al empeño equivocado. Escogen el camino erróneo. Del lord poco sabemos. A Ishiguro quien le importa es Stevens. Es decir, cualquiera de nosotros. Cualquiera con un empeño, mil temores y una ceguera fundamental. Aunque es cierto que Stevens posee un rasgo del que, por desgracia, o por grandísima suerte, muchos carecemos: la dignidad. Una dignidad que le exige no mostrar sus sentimientos, sino mantener siempre la compostura.
Pero sucede que llega la vejez, con su forma cruel de cambiarlo todo. Así, lleno de dignidad, Stevens se convierte en un mayordomo anciano. Y donde era fuerte e inexorable, ahora es débil e inseguro. La imperfección le ataca, destruye su sentido de la vida, su autoestima. La vejez se encarga de invalidar todo lo que fue el centro de su vida y mostrarle de forma descarnada que no le queda nada, porque nada guardó.
Entonces una carta le hace recordar que una vez fue amado, y que quizá aún haya esperanza. Hubo una mujer que le amó, pero a la que su dignidad le impidió amar. Cuando tocó elegir, escogió la grandeza del compromiso, la importante labor de servir a su señor.
Ya tarde, cuando cae el día, en ese momento sublime y terrorífico que precede a la noche, brilla un rayo de esperanza. Stevens se pone en camino en busca de ese rayo, arrastrando esa mochila vacía que resulta pesar mucho más de lo que hubiera pesado de haber vivido. A veces, sencillamente, es demasiado tarde.

 
En un plano técnico, este narrador de Ishiguro es un ejemplo perfecto de narrador poco fiable. La discapacidad emocional de Stevens le impide aceptar sus deseos, siquiera percibirlos, pero estos resultan evidentes para cualquiera que lo vea desde fuera. No es fácil mostrar ese desequilibrio sin mediar explicación alguna; y quizá menos todavía si empleamos un narrador en primera persona.

Ayer, al llevarle el té por la tarde, sabiendo que se encontraría en ese estado de ánimo y conociendo su propensión a hablar en tono jocoso, habría sido más sensato no hacer la más mínima alusión a miss Kenton, pero es posible que entiendan que, al pedirle un favor tan generoso por su parte, era natural que le insinuase que mi petición se basaba en razones estrictamente profesionales. Así al exponerle las razones por las que hacía mi excursión por el oeste del país, en lugar de mencionar los diferentes atractivos descritos por mistress Symons en su obra, cometí el error de explicar que la antigua ama de llaves de Darlington Hall vivía en esa región. Imagino que, a partir de ahí, intenté hacer ver a míster Farraday que el viaje me permitiría tantear una posible solución a nuestro problema doméstico. (…) No sólo no estaba seguro de que miss Kenton quisiese volver a trabajar con nosotros, sino que desde hacía un año, desde que me había entrevistado por primera vez con míster Farraday, no le había vuelto a comentar la cuestión de aumentar el número de criados. Hubiera sido pretencioso por mi parte, y pretencioso es decir poco, seguir manifestando en voz alta mis propios planes sobre el futuro de Darlington hall. De hecho me callé bruscamente y me sentí muy violento. En cualquier caso, míster Farraday aprovechó la oportunidad para reírse y, malintencionadamente, dijo:
—Pero Stevens, ¿aventuras a su edad?  (Pág 21)

 
Ya sabemos que Stevens se engaña, o, al menos, tenemos noticia de su brutal manera de negar la realidad. Al mismo tiempo que lord Darlington celebra una importante cena con ilustres invitados, el padre, en su lecho de muerte, aprovecha un instante de lucidez y llama a Stevens con urgencia a la habitación. Allí se desarrolla la siguiente escena, destacable por la maestría con que Ishiguro nos muestra la incapacidad de Stevens para gestionar sus sentimientos, el dolor. Y, al mismo tiempo, de dónde procede dicha incapacidad:

“(...)lentamente sacó los brazos de debajo de las mantas y se observó cansado el envés de las manos durante unos instantes.
—Me alegro mucho de que se sienta mejor —repetí—. Ahora es preciso que vuelva al trabajo. Como le he dicho, la situación es bastante turbulenta.
Siguió observándose las manos y, al cabo de un rato, dijo pausadamente:
—Espero haber sido un buen padre.
Sonreí y le dije:
—Estoy muy contento de que se sienta mejor.
—Me siento orgulloso de ti. Eres un buen hijo. Hubiera deseado ser un buen padre, aunque me temo que no lo he sido.
—Ahora tengo mucho trabajo, pero mañana por la mañana hablaremos de nuevo.
Mi padre aún seguía mirándose las manos como si en cierto modo le irritasen.
—Estoy muy contento de que se sienta mejor —repetí, y seguidamente me marché.
(Pág. 104)

Esta maravillosa novela, y su magnífica adaptación cinematográfica resultan escalofriantes y dan que pensar: nadie estamos a salvo de equivocarnos y malgastar nuestras vidas en misiones equivocadas. Ishiguro, entre líneas, nos ofrece una pista para detectar el error: en las verdaderas misiones el amor, la aceptación y la autoestima suelen estar en primer plano. Y, llegado el caso, por encima del deber.